miércoles, 23 de diciembre de 2009

Los mercaderes de la muerte

Debrigode, P. V., Los mercaderes de la muerte, Audax, nº 2, Bruguera, Barcelona, 1946. Portada de Bosch Penalva, ilustraciones interiores de Cifré.
El hombre misterioso que con su audacia y hazañas desconcertantes pone en jaque a la policía de Nueva York (publicidad dixit) se enfrenta a mafiosos y traficantes de armas en una espiral de violencia de la que sale milagrosamente indemne.
En una taberna del inquietante Oak Harbour se encuentran un rico armenio y un elegante asesino para urdir un plan; el objetivo, aún indefinido, gira alrededor de las industrias armamentistas de Cornelius Van Bloke (Stell & Co) y el viejo Horace Wilson (Phoenix), dos potentes empresas dedicadas a la fabricación de armamento que, situadas una frente a la otra, pugnan por controlar el mercado.
En casa de Van Bloke, atendidos por la bella esposa de Cornelius, Patricia, hay una serie de invitados, la ex actriz Adrienne Hamilton y su esposo, el noble francés Charles Hamilton, John Biggard, un viejo amigo de la familia que resulta ser el asesino de Oak Harbour y el célebre traficante de armas Mirko Blaharoff, un armenio ya conocido por los lectores. A la finca llega Lord King acompañado de Baby -conocemos su nombre, Joan Telma- para, en su condición de hombre de mundo y de experto, tasar unas valiosas piezas de anticuario. Mientras tanto, en Phoenix trabaja Douglas Simpson, un nuevo ingeniero que parece poder dar con una fórmula que revolucione el mercado. En realidad Simpson es un agente secreto del Estado Mayor y los Hamilton unos espías del Deuxieme Bureau. De modo misterioso empiezan a sucederse atentados en las dos fábricas así como un intento de asesinato de los Hamilton. En realidad hay desencadenada una compleja trama mafiosa en la cual Blaharoff ha propuesto a Cornellius Van Bloke, a cambio de una desmesurada cantidad, eliminar a sus rivales. Para ello tiene contratado a Biggard y su objetivo es asesinar a los Hamilton, a Simpson y al viejo Wilson para conseguir, con impunidad, un contrato en exclusiva; lo que pretende en último lugar es asesinar también a Cornelius para conseguir cargar sus buques con el stock de armas de las dos fábricas y así atender el multimillonario pedido de un general chino que quiere iniciar una cruenta revuelta.
Lord King, el “Diletante”, alimentando su fama de intelectual apocado, y actuando como un ladrón de guante blanco -su elegante bastón en sus manos es un arma casi mortífera- va desvelando los oscuros intereses que mueven la compleja trama. Consigue salvar en alguna ocasión a los Hamilton o a Patricia, pero la espiral de violencia que desencadena la sed de dinero y poder acaba con el asesinato o el ajusticiamiento de todo los implicados incluyendo las tripulaciones de los buques de Blaharoff, así como la destrucción de las fábricas que habían levantado los mercaderes de la muerte.
La novela mantiene el aire pulp de la serie jugando con la doble identidad de Audax donde se combina su talante elegante y mundano y su aspecto de ladrón -o mejor decir superhéroe- de guante blanco. La narración se sostiene con habilidad aunque sorprende el gusto por las escenas apocalípticas, las grandes masacres y la muerte de todos -o casi todos- los implicados. La estructura de esta entrega -los personajes encerrados en un espacio cerrado- le da un aire interesante que a veces pude evocar a Christie aunque de forma explícita el referente es Edgar Wallace -Para matar no hay que emplear sistemas de novela a lo Edgar Wallace (p. 20)- y quizás hay una voluntad de homenajear al creador de Charlie Chan -Earl Derr Biggers- pues uno de los malhechores se llama Biggard. Gana en intensidad la química entre la sensual Baby y King y en el relato hay referencias a Gregory Peck, Clark Gable, Cecil B. De Mille, los jeeps y out-borders, la Voz -o sea, Frank Sinatra- o la ONU, todo muy americano y muy años cuarenta aunque la novela, desde su portada, insiste en tener ese aire años treinta.
Sobre cómo crear una atmósfera inquietante y sugerente, una muestra - una pequeña lección- extraída del inicio de la novela: Por una noche desapacible de otoño, en la que el viento arremolinaba nubecillas de serrín y carbonilla que nimbaban los reflejos rojizos de los faroles del puerto, un paseante solitario, embutido en su gabardina y alzadas las solapas, caminaba, sin demostrar ninguna prisa, por el inhóspito alto de la escollera orienta de Oak Harbour. (p.3)

No hay comentarios: